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Democracia directa y participación desde casa

Llegará un dí­a, no demasiado lejano, en el que el acceso a Internet sea casi universal en un paí­s (por ejemplo, España), que su aceptación social sea como la de otras tecnologí­as como los ascensores (hay gente con miedo, pero la mayorí­a los utiliza), y que el coste de infraestructuras en la red para la administración no sea excesivo.

Ese dí­a nos plantearemos si el sistema de votaciones que tenemos es así­ porque lo quisimos así­, o porque no era viable ir a votar cada domingo. Y quizás más de uno se de cuenta de que, votemos al partido que votemos, por lo general no nos gusta alguna o varias cosas de las que hacen, pero no hay forma de comprar sólo lo que nos gusta de cada uno.

Entonces nos podremos plantear un escenario ideal en el que los votos no sean una carta blanca para que el señor que menos nos disguste haga lo que quiera durante los siguientes años. Democracia directa, en mayor o menor medida.

Lo que a priori me parece uno de los mayores avances que la tecnologí­a puede propiciar, plantea algunos peligros. Por ejemplo, los impuestos son necesarios para que el mundo funcione, pero serí­a imposible aprobar una subida, aunque sea necesaria. No siempre serí­a una buena idea, pero cuando lo fuese difí­cilmente podrí­a ser aprobada.

En los medios, el ejemplo lo tenemos en Menéame. ¿Es la mejor selección de noticias que puede haber? ¿Es mejor o peor que otra hecha por uno o varios expertos?

La solución a ambos problemas no es sencilla, pero probablemente sea la misma: conseguir el equilibrio entre ambos extremos, el de “esto es así­ porque yo lo digo” y “decidámoslo entre todos aunque no tengamos ni idea de qué va”. Dos ejemplos de tecnologí­a bien entendida: la que nos hace mejorar.

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